Todo es armónico y
solidario en la creación, así en el orden físico como en el moral; todo
progresa y se perfecciona; todo marcha, ya sea con inconcebible rapidez, ya con
oscilaciones más o menos lentas hacia el Objeto final a que
los inescrutables juicios del Creador destinan su obra.
Del mismo modo que en
la tierra se han ido manifestando y adaptando los organismos a las diversas condiciones
vitales del planeta, en las distintas épocas geológicas, y han ido
constantemente perfeccionándose hasta llegar al hombre, en virtud de leyes
supremas, así también se observa un mejoramiento permanente en las condiciones
morales de la humanidad, considerada en conjunto, desde las épocas históricas
más remotas hasta la Actualidad.
Aunque nos sean
desconocidas las sublimes leyes que rigen todas estas evoluciones de continuo perfeccionamiento,
que no por lo lentas dejan de ser evidentes, vemos, sin embargo, todos los días
que la trasgresión de cualquiera de las reglas dictadas por el Creador impone
al trasgresor el castigo correspondiente a su falta. El Omnipotente tiene
determinado que sus leyes se cumplan, a pesar de la voluntad y del orgullo del hombre,
el cual tiene la absoluta necesidad de someterse a ellas con amor y respeto
para que se realicen las miras del Creador, o sufrir, de lo contrario, el
castigo que su culpa merezca.
Nada más fácil que
comprobar estas verdades en el mundo físico, y otro tanto sucede en el orden
moral si se examina detenidamente. El hombre que realiza el mal, por más
utilidad que de él pueda prometerse, comienza desde aquel instante a sentir el
castigo de su conciencia, cuyas voces acaso se puedan ahogar en muchos momentos
de la vida; pero siempre clamará contra el mal realizado en todos los instantes
en que, recogiéndose el culpable sobre sí mismo, dirija su vista a esferas algo
más elevadas que
Los goces e intereses
materiales y que más satisfagan las aspiraciones de su alma.
¿Qué castigo merece
en justicia el espíritu que haya realizado el mal?
No hablemos de la
eternidad de las penas del alma que han admitido las religiones positivas,
porque tal supuesto es completamente absurdo, injusto y cruel. Absurdo es, sin
duda alguna, suponer que el alma pueda subsistir en un estado permanente
cualquiera por una eternidad; pues si tal pudiera acontecer, concluiría por perder
con el sentimiento todas las demás cualidades anímicas, o lo que es lo mismo,
dejaría de ser espíritu. Ni el placer ni el dolor eterno son posibles, y se oponen a la esencia misma
de la naturaleza espiritual, que constantemente se modifica y perfecciona. Si
el espíritu realiza el mal, es porque no comprende de antemano toda su
transcendencia, y este mal realizado, que a primera vista parece un retroceso,
le sirve, sin embargo, para que sepa apreciarle y sentir mejor sus fatales
consecuencias.
Aun en este supuesto
extremo, el espíritu conoce más, y en último resultado adelanta, sin que nunca pueda permanecer
en una quietud imposible y de que no hay ni un solo ejemplo en la creación. La
injusticia de las penas eternas es tan evidente, que desde luego salta a la
vista. ¿Debe haber relación entre la falta cometida y el castigo impuesto?
Admitiendo la
Justicia del creador,
no es posible dudarlo ni por un solo momento. ¿Es eterno el mal
realizado por el hombre? No: pues en este caso mal podrá serlo el
castigo. El concepto de las penas eternas deja como
consecuencia ineludible a la justicia divina muy por bajo de la humana, y hace
del
Creador
un ser más imperfecto aún que el hombre.
Tres son las
condiciones esenciales que debe llenar todo castigo humano si ha de responder
al fin con que se impone:
1ª Que sirva de
ejemplo a los demás:
2ª Que produzca la
reforma moral del culpable y mejore su conducta: y
3ª Que sirva, en
cuanto sea posible, de reparación al mal causado; pero con las penas eternas,
sólo se podría conseguir, y esto de un modo imperfecto, la primera de las tres
condiciones anunciadas, quedando en tal caso el Creador inferior a la criatura.
¿Puede darse impiedad mayor?
El Dios de amor, de
bondad y de misericordia, se convertiría, con la eternidad de las penas, en el
más cruel de los seres. No solamente habiendo, como hay, millones de hombres
que por circunstancias ajenas a su propia voluntad, tienen que condenarse por
toda la eternidad, sino
Que con uno tan sólo
que hubiera en tales condiciones, sería motivo bastante en el Creador,
admitiendo su infinito amor, para haber suprimido la creación, o por lo menos para
no haber creado un ser consciente y reservarle luego a penas eternas e
irremisibles.
Si tal pudiera
suceder, tendría derecho este ser desgraciado de decir al Omnipotente: “Me creasteis por vuestra propia voluntad y no por la
mía, y
Después
me condenáis a eternos castigos. Con la existencia de mi espíritu cometéis una
crueldad infinita y anuláis el objeto final de la creación, que no puede ser
más que el bien. Yo hubiera preferido permanecer en la nada a sufrir eternamente
después de creado, y esto prueba que no podéis ser ni bueno, ni justo, ni
sabio”. No en vano dice la Escritura: “Yo no disputaré
Eternamente y mi
cólera no durará siempre, porque yo soy quien une los espíritus a los cuerpos,
y quien ha creado las almas” (Isaías, LVII, 16, Vulg.) “Porque yo sé los pensamientos
que tengo sobre vosotros, dice el Señor, que son pensamientos de paz y no de
aflicción, para concederos el fin de vuestros males y los bienes que esperáis”.
(Jeremías, XXIX, 11). Si existieran las penas eternas, estas palabras serían el
más cruel de los escarnios.
El ateo niega a Dios,
pero no le insulta, y ¿qué otra cosa que un insulto es suponer que “los elegidos se verán exentos de torturas y que, por
otra parte, morirá en ellos toda compasión, porque admirarán la justicia
divina”,
Como dice santo Tomás
y han repetido san Bernardo y otros? Si yo tuviera la suerte de ser elegido,
¿habría de ver sin la menor compasión los dolores y las torturas que padecieran
mis padres, mis hijos, mis amigos, en una
Palabra, los seres a
quienes más haya amado? No, una y mil veces. Esa gloria indigna y
egoísta no haría admirar sino más bien detestar la justicia divina; esto sería
una blasfemia a la infinita bondad del Creador. Si tal gloria existiera,
yo la renuncio desde luego y prefiero padecer los dolores y torturas, con tal
de consolar en sus aflicciones a esos seres queridos de mi corazón.
Fragmento tomado del libro: alfieri el
marino, (obra de dos espíritus)
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Cada conciencia es una creación de Dios, y cada existencia es un eslabón sagrado en la corriente de la vida en que Dios palpita y se manifiesta.
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